Vida del beato Bernardo de Hoyos (XXXVII)

Sacerdote de Cristo

Por fin llegó el día anhelado. La carrera de aquella vida tan breve y tan llena iba a terminar su primera fase. Todos los años anteriores habían sido una preparación tan exquisita y acendrada para el gran momento que no hay necesidad de suponer en el H. Bernardo un especial esfuerzo de purificación del espíritu en estos días inmediatamente anteriores a la recepción del Sacerdocio. Si, a pesar de todo, existe, ello es debido a la inagotable generosidad de su amor que le llevaría, si posible fuera, a una total consumición de su ser humano, ante la perspectiva de la grandiosa dignidad que se abre ante sus ojos. ¿Qué había sido la vida del H. Bernardo hasta aquí más que una especie de Sacerdocio anticipado en que, aún careciendo de la objetiva realidad sacramental, había ido desarrollando funciones de mediador, víctima y confidente entre Dios y los hombres?

 

Sin embargo, la hermosa humildad que le acompañó siempre le hacía sentir ahora, en vísperas del supremo acontecimiento, esa especie de vértigo espiritual que la idea de ser Sacerdote de Cristo produce en las almas delicadas. Eran los primeros días de diciembre de 1734. Con frecuencia se le veía en la Capilla del Colegio de San Ambrosio entregado a aquellas profundas oraciones y coloquios en que su alma se abismaba. Otras veces acudía al P. Rector y, puesto de rodillas ante él, le pedía la bendición con lágrimas y suspiros y solicitaba que expresamente le intimara su voluntad de que se ordenase, para estar así completamente seguro de que éste era el deseo de Dios.

 

Recibió el Subdiaconado el 18 de diciembre, fiesta de la Expectación del Parto de Nuestra Señora y, por lo tanto, oportunísima fecha por su simbolismo para hacerse al pensamiento de que también su alma virginal y purísima llevaba dentro de sí un germen de vida nueva que muy pronto se transformaría  en otro Cristo, místicamente semejante al Divino Hijo de María. Sin duda ninguna, el obligado e insistente recuerdo de la dulcísima Madre de Dios y de los hombres, inevitable en sus meditaciones de estos días, sirvió extraordinariamente al H. Bernardo para recobrar la paz y la serenidad que de su contemplación tan suavemente brotan.

 

Esta es una de las más constantes y beneficiosas influencias de la Virgen María, la de infundir confianza para no sentirse desamparado en su humana pequeñez cuando alguien, por amor a su Hijo, entra por los misteriosas caminos del Sacerdocio. Ella está siempre a la entrada y nos acompaña y, aunque situada por su virtud y por su gracia a una distancia inconmensurable, su maternidad la aproxima a nosotros y nos persuadimos fácilmente de que su asistencia protectora no nos faltará jamás.

 

Pasaron, pues, los fríos días de Navidad de aquel año sin que pudieran amortiguar el espiritual calor que el H. Bernardo sentía. En la Fiesta de San Juan Evangelista, 27 de diciembre, nuevos favores. El 31 recibió el Diaconado. Y por fin, el 2 de enero de 1735 quedaba consagrado para siempre Sacerdote del Altísimo.

 

Era uno de esos crudísimos días de invierno castellano. El Iltmo. Sr. Obispo, Don Julián Domínguez Toledo, envió su carroza al Colegio de San Ambrosio para recoger a los ordenados. Acompañaba a éstos el Rvdo. P. Rector. Veamos cómo la carroza, arrastrada por dos bien cuidadas mulas, atraviesa más rápidamente las calles estrechas de la Ciudad. Ha helado mucho aquella noche. Algunos transeúntes pasan presurosos. Son pocos. En el Valladolid de hace dos siglos no hay costumbre de madrugar. El frío de la mañana y la prolongada vigilia de la noche última, noche de fiesta del primer día del Año Nuevo, invitan a permanecer una o dos horas más en el tibio y mullido lecho. Los ordenandos sí que han madrugado. Alguno de ellos quizás no haya dormido en toda la noche. Efectivamente, el H. Bernardo no ha dormido, no podía dormir en aquella noche del 1 al 2 de enero del 1735.

 

Cuando llegan al Palacio Episcopal, ya están allí algunos Padres del Colegio que deberán asistir a la ceremonia. También están presentes algunos familiares de los que se van a ordenar. Seguramente el día antes han llegado de Torrelobatón, en carro, no en carroza, dos o tres próximos parientes del H. Bernardo. También ha madrugado el Sr. Obispo, hombre muy piadoso aunque un poco vivo de genio.

 

Ya están en la Capilla. Se procede al rito de la ordenación. Todo se hace con pausa y solemnidad. Postraciones, letanías, imposición de manos, entrega de sagrados instrumentos, palabras consecratorias. “Al tiempo de recibir la potestad sacerdotal –escribe después el H. Bernardo- sentí la mudanza que se obraba en mi alma… Pero, sobre todo al pronunciar el Iltmo. Sr. Obispo aquellas palabras: ‘Accipe Spiritum Sanctum’[1], me llené todo de un sagrado pavor, percibiendo interiormente la compañía de tan Divino Huésped, en las nuevas especiales gracias y dones que como por vistas de ojos se me comunicaban”.

 

Ha terminado la ceremonia. Los recién ordenados departen breve rato con Su Ilustrísima, el cual les felicita y contesta con frases cariñosas a las palabras de gratitud que ellos han proferido. Regresan al Colegio invadidos de una fuerte y sentida alegría. Ya es Sacerdote el Hermano Bernardo, el primer Sacerdote del Sagrado Corazón de Jesús en España.

[1] ‘Accipe Spiritum Sanctum’: Recibe el Espíritu Santo

Don Marcelo González Martín.