Vida del beato Bernardo de Hoyos (XIX)

Cómo vivía la Semana Santa

 

 

Cuando este número de REINARÉ llegue a vuestras manos, faltarán muy pocos días para que la grandiosa liturgia de la Semana Mayor sacuda nuestro espíritu con el estremecimiento de sus evocaciones conmovedoras.

 

En el análisis que vengo haciendo de la vida del P. Hoyos, uno de los aspectos más interesantes que he descubierto, es la absoluta y sorprendente identificación de su espíritu purísimo  con los grandes motivos de piedad que la Iglesia ofrece a sus hijos a través de la liturgia. El P. Hoyos vivía y actualizaba y dramatizaba dentro de sí mismo los misterios de la vida de Cristo y de la Virgen María con tal poder de asimilación, que únicamente puede explicarse si se tiene en cuenta la extraordinaria efusión de gracias con que Dios le regalaba y por otra parte la delicadeza angelical de su alma.

 

Le tenemos situado ya en el Colegio de San Ambrosio de Valladolid. Es el año 1732. La Cuaresma va avanzando poco a poco hasta ponerle a las puertas del Domingo de Ramos con sus clamores llenos de emoción y sobresaltos. Su espíritu se sumerge una vez más en la contemplación del drama que va a comenzar. No conocemos, al detalle, lo que este año experimentó. Sabemos sin embargo, que se reprodujo en él casi íntegramente lo mismo que había vivido los dos años inmediatamente anteriores, cuando todavía se encontraba en Medina del Campo. Retrocedamos, pues, a su época de estudiante de Filosofía, seguros de que el paisaje espiritual que se descubre es substancialmente el mismo de ahora.

 

 

Año de 1730. Domingo de Ramos.

 

Su alma se siente atormentada al contemplar la ingratitud y desvío con que los habitantes de Jerusalén poco antes tan jubilosos y entusiastas, dejan salir a Jesús de la Ciudad. Al tiempo de comulgar ofrece su corazón a Jesucristo como hospedaje amoroso y consolador en su soledad. El Señor le premia con iguales favores a los que en el día de Ramos de 1571 concedió a Santa Teresa, cuando la Santa  se hallaba en Salamanca. También el alma del H. Bernardo oyó una voz que le decía: “Hijo, yo quiero que mi sangre te aproveche y no hayas miedo que te falte mi misericordia. Yo la derramé con muchos dolores y gózasla tú con gran deleite…”.

 

Miércoles Santo: La Comunidad canta el oficio de tinieblas. Al H. Bernardo se le rompe la voz en la garganta al sentir en su alma la pena impresionante y abrumadora del Salvador: Tristis est anima mea usque ad mortem[1]Las palabras de los Responsorios y de los Salmos agitan violentamente todo su ser y pasa la noche “entre delicias penosísimas del ímpetu que le dejaban gracias tan inestimables”.

 

Jueves Santo. Al acercarse a comulgar, ve cómo el mismo Jesucristo le da la forma en sus sacratísimas manos y le dice: Corpus meum custodiet animam tuam in vitam aeternam[2]. Al mismo tiempo le añade que se conservarán incorruptas en él las especies sacramentales hasta que el día siguiente, María, dulce y afligida Madre de los dos, le comunique alguna partecita y pena de sus agudísimos dolores. Y efectivamente. Amanece el

 

Viernes Santo: Después de visitar con sus compañeros las Iglesias de la Ciudad, según era costumbre entonces, vuelve al Colegio para asistir a los Oficios. Está absorto y como transfigurado en una honda y pungente meditación. Todos los pasos del Calvario se le presentan vivos y lacerantes. Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado… A  la hora en que naturalmente habían de desaparecer las especies de la Hostia, sumida por el Sacerdote celebrante, empezó a gustar los vehementísimos dolores que su bendita Madre había ofrecido partir con él en prenda de que le admitía por hijo. Tristezas y penas internas…suspiros dolorosos que partían su corazón…soledad pasmosa de los sentidos interiores que se reflejaba en el exterior… Comprendió que se estaba cumpliendo en su alma la promesa que Cristo le hiciera el día antes.

 

Así pasó todo el Viernes Santo hasta que, por fin, en la mañana anticipadamente alegre del sábado, al oír el Exultet iam angelica turba coelorum[3], sintió como que su corazón se derretía en dulzuras exquisitas que le inundaban de paz y de consuelo.

[1] Tristis est anima mea usque ad mortem: Triste está mi alma hasta la muerte.

[2] Corpus meum custodiet animam tuam in vitam aeternam: Mi Cuerpo guarde tu alme para la vida eternal.

Don Marcelo González Martín.