¡Uf! ¡Que frío!

¡Estamos en invierno¡

¡Cuántos labios se habrán abierto para dar paso a esta exclamación! ¡hace tanto frío!

Y es verdad: son muchos los cuerpos, y no son menos las almas, que padecen frío.

Míralo

Frío tiene aquel pobre niño mixto de ángel y pilluelo que carece de casa y pasa las noches sobre el banco de mármol del paseo, o a lo más resguardado en un rincón de aquel portal que ha quedado abierto.

¿Ropa de abrigo? ¡ah! sí; tiene la misma agujereada chaquetilla con la que durante el día intenta cubrirse su amoratado cuerpecillo.

Frío sufre, y mucho, aquel modesto empleado que, habiendo perdido su colocación, vive en estrecha buhardilla, abierta a todos los aires, vistiendo de perpetuo verano y no contando siquiera con el calor que le prestaría una alimentación suficiente.

Frío, a no dudarlo, tienen en diciembre al vender por las calles sus mercancías de a perra chica la pieza aquel pobre viejo que sostiene su vejez con esta industria poco lucrativa; aquella muchacha sirviente que, mientras los otros duermen en abrigado lecho, ella limpia los suelos, metiendo repetidas veces sus manos en agua helada; aquel… basta: ¿para que aumentar la lista?

Imagen camino nevado

Pero no son esas las únicas víctimas del frío, ni las más desgraciadas tampoco:

Hay otro frío, que no se quita ni con pieles, ni con leña, ni con habitaciones muy confortables; es un frío muy hondo: es… el frío del alma.

Observa a aquella señora que pasa el día al lado de su chimenea, enfundada de pies a cabeza: a pesar de eso, un secreto malestar la inquieta: tiene frío en el alma.

Esa Señora hace mucho tiempo que apagó en su corazón el fuego del amor a Dios y al prójimo; el amor a Dios lo sustituyó por el amor de sí misma: a su prójimo lo trata con la punta del pie, como lo dicen sus criados, como lo saben los pobres.

¿Qué tiene de extraño, que apagado el fuego, su corazón esté frío?

Mira a aquel gran hombre: ha llegado a la cumbre deseada de la gloria humana: es rico, elocuente, con influencia decisiva sobre muchos, su nombre se repite sin cesar con aplausos… Y, sin embargo, siente un desgano, una inquietud, una propensión al mal genio… ¿Qué le pasa? Es que después de haber encontrado tantas cosas que le halaguen y tantos labios que lo lisonjeen, no ha encontrado un corazón que lo ame de veras y sin interés: sabe perfectamente que lo que estiman de él no es a él, sino su dinero y su influencia; por eso tiene frío en el alma.

Aquella Señorita presumida, aquel solterón impenitente, aquel pobre abuelo arrinconado, aquel amigo caído en desgracia, ¿sabes de qué se quejan? De lo mismo: uno es porque tienen el corazón frío, y otros por hallarse rodeado de corazones que hielan.

Ello es que abundan y mucho las víctimas del frío del alma.

Hace falta calor,  para remediar este frío; mucho calor que encienda esos espíritus yertos y es necesario además que este calor sea de tal naturaleza que sirva para el cuerpo y para el alma: ¿puede ser eso?

Hay precisamente quería venir a parar y a decirte que el único y eficacad remedio contra todos los fríos es el Corazón de Jesucristo.

Él no vino a traer a la tierra otra cosa que fuego, y su más ardiente deseo es que la tierra arda.

¿No crees tú que si los ricos tuvieran un poquito de ese fuego en sus corazones, no tendrían tanto frío los pobres?

¿No te parece que si las almas heladas por el egoísmo se acercaran algo a ese volcán de amor, sentirían un calor del que hoy carecen?

¿No es verdad que si el mundo se muere de frío es porque se ha empeñado en ponerse muy lejos de ese fuego?

Corazón de Jesús, calor de todos los que tienen frío: da un poco de tu calor a todas esas almas que viven en invierno perpetuo, y haz que éstas, ya abrigadas, se acuerden de que hay niños, obreros, ancianos, sirvientes y muchos, muchos pobrecitos que tienen mucho frío.

Del libro “ Granitos de sal”, de San Manuel González, Obispo.