La reparación al Corazón de Jesús y las nuevas tendencias cristológicas

Corazón de Jesús y Santa Margarita

P.Cándido Pozo. S.J.

En el culto debido al Corazón de Jesús la reparación por los pecados tiene, sin la menor duda, mi puesto central. Ello es así tanto en los documentos pontificios que describen las características esenciales de este culto, como las revelaciones de Paray le Monial, las cuales y ser su fundamento último –El culto tiene sus raíces en la sagrada escritura, y dentro de la historia de la espiritualidad de la iglesia “se remonta a través de la edad media hasta la teología patrística de la llaga del costado como fuente de gracia “ –Desempeñan “un papel decisivo en la devoción al Corazón de Jesús”.

            En Santa Margarita María Alacoque la reparación se dirige  inmediatamente a Jesús, más concretamente a un Jesús cuyo Corazón ha amado a los hombres con una intensidad infinita y que no recibe de ellos una respuesta agradecida, sino, por el contrario, ofensas y pecados; Es a ese Jesús, cuyo Corazón sufre, al que se debe la reparación: “he aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha ahorrado hasta agotarse y consumirse para demostrarle su amor; y el reconocimiento no recibe de la mayor parte sino ingratitud, por sus irreverencias y sacrilegios y por la frialdad y desprecio con que me tratan en este Sacramento de amor. Pero lo que me es más sensible es que son corazones que me están consagrados los que me tratan así. Por esto te pido que sea dedicado el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento a una fiesta particular para honrar mi Corazón comulgando ese día y reparando su honor por medio de un acto de desagravio, para expiar las injurias que ha recibido durante el tiempo que ha estado expuesto en los altares”. La reparación es así una relación directa e interpersonal con Jesús que con su Corazón ama y en su Corazón sufre.

            El mismo carácter de relación directa con Cristo y su Corazón aparece en los documentos pontificios y, de modo especial, en la Encíclica Miserntissimus Redemtor, de Pío XI. Es éste, sin duda, el documento pontificio que más amplia y profundamente ha desarrollado esta dimensión del culto debido al Corazón de Jesús. En él se abre el tema, con estas significativas palabras: “más conviene que, a todos estos obsequios, principalmente a tan fructífera consagración, como confirmada por la sagrada solemnidad de Cristo Rey, se añada otro, acerca de la cual, Venerables Hermanos, Nos place entretenernos ahora con vosotros un poco más extensamente: el homenaje, decimos, de pública satisfacción o reparación, como llaman, que hay que tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús”.

            Sin embargo, este planteamiento, plenamente correcto en sí mismo, no es el único posible de esa reparación que es esencial en la devoción al Corazón de Jesús. En tiempos recientes, sea ha insistido en la conveniencia pastoral de tomar conciencia de la idea –largo tiempo olvidada en la espiritualidad popular –de Cristo mediador; de este esfuerzo nace la insistencia en que el cristiano debe reparar con Cristo o al Padre. Con esta presentación, en la reparación “se trata menos de consolar al Corazón de Jesús, que de cooperar a la obra de su redención” . Era inevitable –sin dar sentido peyorativo a esta palabra-Que este planteamiento hiciera eclosión; B. de Margerie ha mostrado que la idea de un Cristo redentor junto al que se sitúa a una Iglesia Corredentora es el horizonte que en lo cristológico había abierto el concilio de Trento. Había pues desde entonces unas líneas implícitas de fuerza que más tarde o más temprano saldrían a la superficie.       Creo firmemente que hay que insistir en la legitimidad teológica de ambas concepciones. Cristo puede ser considerado en su realidad de Persona divina y, en cuanto tal, como término de la reparación por el pecado; o como Mediador que satisface por los pecados del mundo y al que podemos y debemos unirnos para suplir en nuestra carne “lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Col 1,24). Sentado este punto fundamental, habrá que reconocer que cierta preferencia prácticamente exclusiva por el primer planteamiento desde Santa Margarita María hasta Pío XI en la Miserntissimus Redemtor está condicionada por la teología prevalente en toda esta época. Por ello, y porque ambos son teológicamente legítimos, habría que preguntarse cuál de los dos esquemas es hoy pastoralmente más rico y consecuentemente más enriquecedor para los fieles.

Cristo, ¿término o camino en nuestra oración?

                Las formas de oración en las que Cristo aparece respectivamente como camino o como término han sido prevalentes en conexión con lo que era la mentalidad espiritual preponderante en una determinada época. En la doxología prevé (nuestro actual “Gloria al Padre al hijo y del Espíritu Santo”) se ha reflejado todo un cambio de sensibilidad espiritual; incluso puede decirse que su formulación actual es la expresión culminante de ese cambio.  Su forma más antigua era: “ Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo”; Con ellos expresaba una serie de ideas Paulinas: el Padre es el término de nuestra oración al que clamamos confiadamente “Abba” (Rom 8,15; Gal 4,6); Cristo es el único mediador (1 Tim 2 , 5), por el cual tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu (Ef 2,18 ), mientras que el Espíritu es el motor de nuestra oración (Rom 8,26).

A pesar de la riqueza de la fórmula y de ese sustrato mío testamentario, las controversias Harry Anás introdujeron en ella fondos retoques. En efecto, se temió que glorificar al Padre por el hijo surgiera una cierta interpretación subordinacionista de la expresión, de modo que se pensara en el Hijo como inferior al Padre. Este temor hizo evolucionar  la fórmula. El cambio es constatable ya es San Basilio Magno y en San Anastasio, en los que la antigua doxología (“Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo”) alterna con nuevas expresiones como “Gloria al Padre con el Hijo y el Espíritu Santo”,  o la que terminó prevaleciendo “ Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”; San Juan Crisóstomo ha abandonado ya del todo la antiguo formulación, de modo que es imposible encontrarlo en sus escritos no se trata de un cambio doctrinal, sino de una tranlación de acentos dentro de elementos todos ellos auténticamente cristianos; pero una translación de acentos puede condicionar un nuevo tipo de espiritualidad. En todo caso, las nuevas fórmulas que se introdujeron por una reacción antiarriana, se afianzaron por influjo de una piedad monofinsita y alcanzaron un especial desarrollo en la época carolingia.

La nueva mentalidad espiritual a la que nos estamos refiriendo y sus diferencias de acentuación con respecto a la mentalidad primitiva quizás sean especialmente perfectibles, si estudiamos los dos estratos fundamentales que estructuraron la liturgia de la misa romana, sobre todo si la miramos en la forma que tuvo hasta antes en la última reforma posconciliar. Como es conocido, en ella confluyen una antigua tradición romana primitiva y otra de origen carolingia. El esquema de oración, característicamente romano, se dirige a Dios Padre impone por intercesor a Cristo, que se prolonga en la Iglesia, es decir, “en la unidad del Espíritu Santo”, en la unidad que el Espíritu Santo produce entre nosotros, en la unidad (quizás sería más claro traducir “en la com-unidad”) de la que el Espíritu Santo es la causa. En el esquema carolingio, el término de la oración es la Trinidad; ello tiene el inconveniente de que, al quedar englobadas en una expresión única, las tres divinas personas perdieron relieve  individual. La piedad privada subsanó esta dificultad psicológica con una acentuación de la piedad personal a Cristo, solución mucho más directamente personalista, pero que podía aislar excesivamente su figura del conjunto del misterio trinitario y del relieve de ese misterio en la economía de la salvación.

Personalmente, aunque sin exclusivismos, creería pastoralmente sumamente oportuno restaurar en la conciencia de los fieles la idea de Cristo Mediador. Enseñarles así a reparar a Dios Padre uniéndose al sacrificio de Cristo que se hace presente cada día sobre el altar. No solo una vida espiritual trinitaria, sino también una más activa participación en el sacrificio eucarístico se verían así frecuentemente fomentadas. No olvidemos que es el Corazón, la interioridad de Jesús, lo que da sentido su oblación. Es a ese Corazón al que debemos unir nuestros corazones en la actitud de reparación.