El arte de sumar

San Manuel Gonzalez

Cuatro son, como sabéis, las operaciones fundamentales de la aritmética: sumar, restar, multiplicar y dividir, Y bien puedo asegurados que cada una de ellas nos enseña algo en orden a nuestra alma y a la salvación de la de nuestros hermanos.

“Para salvarme y ayudar a la salvación de los demás es de gran conveniencia saber sumar”

Para ello me basta recordar la ley fundamental de la suma, puesto que, aunque no sea más que por los dedos, ¿quién no sabe sumar? La ley fundamental de la suma es que sólo se puede sumar números homogéneos, o sea, de una misma especie.

Como la proposición sentada tiene dos miembros, pues en ella se habla de la salvación propia y de la ajena, voy también a dividir mi prueba, para que no se me tache de sofista.

Y digo que para salvarse uno tiene bastante con saber sumar minutos.

¿No habéis oído nunca  hablar de esa suma? Pues, seguid leyendo y veréis cuanto os interesa.

¿Qué es un Santo? Un hombre que  emplea el tiempo de su vida en servir a Dios. Y ¿qué es la vida? ¿Qué es el tiempo? No temáis que me dé por meterme en filosofías indigestas.

La vida y el tiempo en orden a la salvación del alma no son ni más ni menos que una reunión de minutos aprovechados o perdidos en mayor o menor número.

Y notad que digo reunión y no suma de minutos, porque falta la homogeneidad.

Y como no se pueden sumar peras y bancos, sino que las peras se han de sumar con las peras y los bancos con los bancos, a la vida de un hombre sobre la tierra no se le puede llamar suma de minutos.

¿Cómo van a ser de la misma naturaleza, en el orden a la salvación, el minuto empleado en servir a Dios y el empleado en ofenderle?

¿No hay mucha más diferencia entre una alabanza y una ofensa a Dios, que entre una pera y un banco? Hay que establecer, por consiguiente, dos especies de minutos: minutos aprovechados y minutos perdidos.

De modo, que un santo  no es ni más ni menos que un hombre con una gran suma de minutos aprovechados.

    Un Bu

Eso viene a ser para no pocos cristianos la santidad.

¡Ser santo!, se dice, y como por ensalmo aparecen en sus fantasías cilicios e instrumentos de tortura, y celdas oscuras y solitarias, y noches pasadas en oración y penitencia, y días llenos de milagros y cosas estupendas, y ¡qué sé yo cuantas cosas a cual más difíciles y duras!

Y, ¡claro!, con esa idea que se forman del santo, el nombre y la memoria de estos más les sirven de miedo que de admiración y ejemplo.

Pero si esos cristianos miedosos se fijarán bien en que ser santo no es esa vida tan desdichada que se fingen, sino que es sencillamente una suma de minutos empleados en hacer la voluntad de Dios nuestro Señor, yo estoy seguro de que se desvanecería el Bu y ellos tendrían más ganas de ser santos.

De modo que, ¿queréis de verdad salvar vuestra alma y ser santos?

Pues mirad a que se reduce todo: a santificar el minuto presente con el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Mirad si esto es fácil y cómodo; no hay que preocuparse de lo que se hará mañana o luego, basta con que os ocupéis del minuto presente.

¿Qué me pide Dios en este minuto? ¿Escribir? Pues escribiendo bien me voy salvando y haciendo santo. ¿Orar? ¿Leer? ¿Comer? ¿Pasear? ¿Recrearme? Pues orando, leyendo, comiendo, paseando y recreándome bien, en ese minuto voy por buen camino.

¿Qué eso es muy poco?

Pues hay de la utilidad de saber sumar; cada minuto en si mismo bien poca cosa es.

¿Veis todas esas virtudes y heroísmos de los santos que tanto os asustan?

Pues oídlo bien: esas virtudes y esas maravillas no son ni más ni menos que sumas de minutos de vencimiento propio, de pequeñas mortificaciones, de actos momentáneos de amor a Dios y de paciencia en las flaquezas del prójimo.

Nemo repente fit summus, reza el antiguo adagio, y en ninguna ocasión se aplica mejor que en ésta. Los santos de ordinario no se han hecho de un solo santo, sino paso a paso; es decir, minuto a minuto. Y si queremos como ellos obtener sumas totales admirables, tenemos que poner todo nuestro ahínco en reunir los pequeños sumandos.

Quitad, si os place, a esas sumas admirables unos cuantos minutos, uno solo tal vez, y en vez de un gran santo quizás no encontréis más que a un hombre adocenado.

¡Y como consuela y ensancha el alma, tan oprimida por tanta miseria y por tanto asalto del enemigo, saber que con solo tener buena intención habitual y gracia de Dios, los 60 minutos de la hora, los 2.400 del día, y los 525.600 del año, y los millones que suman nuestra vida pueden valer virtudes en esta vida y gloria inacabable en la otra!

¡Ay! ¡Si supiéramos y quisiéramos sumar minutos!

La suma de fuerzas

Otra suma que recomiendo muy de veras a los que andan en trabajos de salvar o ayudar a salvar almas.

¡El desaliento! Esa temible filoxera del celo y de la acción católica ¿sabéis cómo se cura muy fácilmente? Sabiendo sumar o penetrándose bien del Valor de una suma.

¿De dónde viene el desaliento?

Sin intentar meterme ahora en hacer un estudio sobre él, me contento con apuntar que la palabra o la idea que precede al desaliento suele ser ésta: ¡puedo hacer tampoco!

Yo, pobre hija de familia, oscura celadora del apostolado, desconocida social de la conferencia, modesto propagandista, olvidado sacerdote, ¿qué puedo contra tanta maldad como me rodea?

¿Qué va a hacer mi palabra, ni limosna, mi trabajo, en medio de ese mundo, que no quiere ni ver, ni oír, ni entender? …

Y luego ¡está uno tan sólo! ¡Menos cuando no se burlan de mi hasta los que debieran ayudarme!…

¡Ese es el proceso del desaliento!

De aquí a cruzarse de brazos no hay más que uno o quizás me dio paso.

Un ejemplo

Mejor y más brevemente que otras razones de mostrará la eficacia del “arte de sumar” para hacer desaparecer ese desaliento.

El árbol nos da el ejemplo.

En un árbol hay frutos, flores, hojas, ramas, tronco, raíz y raicillas. Todo en él tiene su utilidad y su importancia, pero no todo tiene el mismo gusto.

¿No es verdad que gusta mucho más el fruto maduro y dulce que la raicilla terrosa, oscura, irregular y casi imperceptible?

¿a qué si fueran sujetos capaces de libertad las diferentes partes del árbol, a todas le gustaría ser fruto que endulzar, o por lo menos hoja que da sombra, que raicilla ignorada? ¡A que  sí!

Y, sin embargo, un árbol sin fruto y sin hojas es árbol y vive; pero sin esas raicillas tan despreciables se seca y se muere.

Raicillas casi imperceptibles y metidas debajo de tierra del gran árbol de la iglesia, el divino Sembrador os quiere ahí para que con el jugo que labréis con vuestros sudores y lágrimas, y con el rocío de la gracia del cielo, estéis alimentando ese árbol por Él plantado.

Vuestra misión como raicillas no es más que esa: dar jugo en la medida que podáis; no os inquietéis por lo demás.

Cuando el Sembrador bueno quiera, vuestro jugó ensanchará el tronco del árbol, se convertirá en hojas que den sombra y aires puros, en flores que recreen y en frutos que alimenten y regalen a las almas y a los pueblos.

En vuestro oficio de raicillas no busquéis más satisfacción que la que sentirían las del árbol del ejemplo, si fuesen capaces de sentirla: ¡la satisfacción de contribuir a la vida de su árbol! ¡la satisfacción del sumando de una hermosa suma!

¡Y que! ¿os parece chico honor y poca dicha contribuir a una suma en la que entran como sumandos todas las gotas de sangre de los mártires, el Valor de los apóstoles, los suspiros de amor y los heroísmos de los Santos, los perfumes de las vírgenes, y todo lo virtuoso, y Santo, y decente, y bueno que ha habido, hay y habrá en los cielos y en la tierra, ha valorado y civilizado todo por la sangre y el amor del bendito y santo Corazón de Jesús?

¡Ay, Dios mío! ¡Si todos nos dedicáramos a sumar!

 

 

Del libro “granitos de sal”, San Manuel González, Obispo.