LA EXPIACIÓN

EXPIACIÓN DE CRISTO

EXPIACIÓN NUESTRA

 

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EXPIACIÓN DE CRISTO

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “El «amor hasta el extremo» (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos”.(CEC 616)

Jesucristo es el reparador del Padre. Su amor hasta el extremo en el Misterio Pascual es la expresión de justicia y amor de Cristo al Padre, en reparación por nuestra injusticia y falta de amor. “Contra este gran peso del mal que existe en el mundo y que abate al mundo, el Señor pone otro peso más grande, el del amor infinito que entra en este mundo.

 

Este es el punto importante: Dios es siempre el Bien absoluto, pero este Bien absoluto entra precisamente en el juego de la historia; Cristo se hace presente aquí y sufre a fondo el mal, creando así un contrapeso de valor absoluto. El plus del mal es superado por el plus inmenso del bien”. (Benedicto XVI, 2 febrero 2007)

 

“Ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de los hombres si el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana naturaleza para repararla. Así lo anunció el mismo Salvador de los hombres por los labios del sagrado Salmista: «Hostia y oblación no quisiste; más me apropiaste cuerpo. Holocaustos por el pecado no te agradaron; entonces dije: heme aquí» (Heb 10,5.7). Y «ciertamente El llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; herido fue por nuestras iniquidades» (Is 53,4-5); y «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Pe 2,24); «borrando la cédula del decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y enclavándole en la cruz» (Col 2,14), «para que, muertos al pecado, vivamos a la justicia» (1 Pe 2,24)”

 

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EXPIACIÓN NUESTRA

 

“La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22, 2), él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18–19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35)” (CEC 618)

 

“Mas, aunque la copiosa redención de Cristo sobreabun-dantemente «perdonó nuestros pecados» (Col 2,13.); pero, por aquella admirable disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (Col 1,24), aun a las oraciones y satisfacciones «que Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores» podemos y debemos añadir también las nuestras” (MR7)

Jesús ya ha reparado nuestro pecado con su sacrificio único. Pero nos invita a cada uno de nosotros a participar también de su sacrificio redentor, de su acción reparadora. Nosotros no podemos añadir nada al acto extremo de Amor de Jesucristo, pero nos invita a asociarnos a este sacrificio reparador con nuestra vida. Así lo hizo San Pablo y la Virgen María, a ello estamos invitados todos los que continuamos en  esta obra de la Salvación de Dios.

 

 

Juan Pablo II se caracterizó por difundir el mensaje de Fátima por todo el mundo. Al proclamar beatos a Jacinta y Francisco en el año 2000, hizo enseñanza suya lo que la Virgen pidió a los pastorcitos acerca de la reparación “Les habla con voz y corazón de Madre: los invita a ofrecerse como víctimas de reparación, mostrándose dispuesta a guiarlos con seguridad hasta Dios (…) Lucía, la prima, algo mayor, ha dado retratos significativos de los dos nuevos beatos. Francisco era un niño bueno, reflexivo, de espíritu contemplativo. Jacinta era viva, bastante susceptible, pero muy dulce y amable.

Sus padres los habían educado en la oración, y el Señor mismo los atrajo más íntimamente hacia sí mediante la aparición de un ángel que, con un cáliz y una Hostia en las manos, les enseñó a unirse al sacrificio eucarístico para reparación de los pecados (…) Después del encuentro con el ángel y con la hermosa Señora, rezaban el rosario varias veces al día, ofrecían frecuentes penitencias por el fin de la guerra y por las almas más necesitadas de la misericordia divina, y sentían el intenso deseo de «consolar» al Corazón de Jesús y al de María” ( Fátima, 13 Mayo 2000, homilía en las beatificaciones de Francisco y Jacinta)

 

A ello están llamados todos los fieles “Ni solamente gozan de la participación de este misterioso sacerdocio y de este deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes nuestro Señor Jesucristo se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada desde el oriente hasta el ocaso en todo lugar (Mal 1-2), sino que toda la grey cristiana, llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles «linaje escogido, real sacerdocio» (1 Pe 2,9), debe ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de la propia manera que todo sacerdote y pontífice «tomado entre los hombres, a favor de los hombres es constituido en lo que toca a Dios» (Heb 5,1.)” (MR 8).

 

“Todos los discípulos de Cristo han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom., 12, 1)” (LG 10)

 

La predicación apostólica que se transmite en el Nuevo Testamento es clara también en esta doctrina, como nos refiere Pío XI: “Nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús» (2 Cor 4,10), y con Cristo sepultados y plantados, no sólo a semejanza de su muerte crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias (Cf. Gál 5,24), «huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia» (2 Pe 1,4), sino que «en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús» (2 Cor 4,10.), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados» (Heb 5,1)” (MR 8)

 

Este sacrificio redentor se actualiza cada día en la Eucaristía, al que debemos asociarnos activa y espiritualmente “Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, «una y la misma es la Hostia, el mismo es el que ahora se ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se ofreció en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse» (Conc. Trid., sess.22 c.2.); por lo cual debe unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan como «hostias vivas, santas, agradables a Dios» (Rom 12,1).

Así, no duda afirmar San Cipriano «que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio» (Epist. 63 n.381)”. (MR8)(Cf. LG 11)

Nuestra oblación y sacrificio no es en balde, se comunica al resto de los miembros de la Iglesia de una manera misteriosa por la comunión de los santos y realiza la llegada del Reino, la Salvación de Dios.

Una vida ofrecida, unida al sacrificio redentor y reparador de Cristo es un bien para todo el Cuerpo de Cristo. Nuestro pecado no sólo influye en Dios y en mí, sino que influye y daña a la Iglesia. De igual modo, una vida santa, ofrecida por Dios y en reparación de los pecados, influye para bien en toda la Iglesia, repara el pecado, y hace aumentar en bienes y santidad el Cuerpo de Cristo.

Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos.

Hay una relación maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza; «del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado por todas las junturas, según la operación proporcionada de cada miembro, recibe aumento propio, edificándose en amor» (Ef 4,15-16).

Lo cual el mismo Mediador de Dios y de los hombres, Jesucristo próximo a la muerte, lo pidió al Padre: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,23).

Así, pues, como la consagración profesa y afirma la unión con Cristo, así la expiación da principio a esta unión borrando las culpas, la perfecciona participando de sus padecimientos y la consuma ofreciendo sacrificios por los hermanos.(MR8)

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